la florería

 La florería

Hay un día de mi infancia que, a pesar de mi corta edad, me acuerdo a la perfección. Estaba en el micro volviendo de la colonia de verano junto a mis compañeros cuando el chofer me avisa que era mi turno de bajar. Yo miro por la ventanilla de mi asiento y no logro divisar mi hogar: una pequeña vivienda azul, con dos ventanas innecesariamente grandes a ambos lados de la puerta, la cual fue pintada de negro años atrás luego de que mi hermano Francisco las haya manchado con sus acuarelas. Me despido de mis amigos y me bajo del micro, sin antes preguntarle al chofer la razón por la que no me estaba dejando en mi casa, ya que, en ese momento, yo era un niño muy vergonzoso. Al cruzar la calle me encuentro a mi mamá, quien me esperaba con una sonrisa. Yo, confundido, le pregunté dónde estábamos, a lo que me respondió: “¡En nuestra nueva casa!”. Fue en ese momento que entendí todas las cajas que me habían hecho embalar y todos los juguetes que me hicieron regalar. Nos habíamos mudado. Habíamos dejado atrás la pequeña casita azul con ventanas innecesariamente grandes. De ahora en adelante el micro de la colonia de verano me iba a dejar siempre en esta nueva, y grande, casa blanca. Y fue esta nueva y grande casa la que me vio crecer a mí y a mi hermano mayor Francisco, quien tenía, en ese momento, casi trece años. 

Cuando empezó el año lectivo escolar, tuvimos que aprender el nuevo trayecto para ir al colegio caminando. Eran un poco menos de veinte cuadras, las cuales eran especialmente pintorescas. Yo disfrutaba mucho pasar esa media hora caminando con mi hermano. Pero había una esquina que siempre nos llamó la atención. Se trataba de una pequeña florería, ubicada en una de las tantas intersecciones que atravesábamos para ir al colegio todas las mañanas y todas las tardes para volver a casa. Nos encontramos a nosotros mismos interesados en el carrito rosa que se encontraba sobre la vereda, junto con los floreros ubicados a cada lado de la puerta, generando una imagen de perfecto equilibrio simétrico. Era atrayente la manera en la que la rampa para ascender a la vereda derivaba en la entrada de la florería, como si me estuviera convocando a ingresar. Gracias a nuestra rutina de pasar todos los días por esa misma esquina descubrimos que el carrito rosa lo colocan fuera del local solamente tres veces esa semana, como también que, a menos que se hayan vendido, no modificaban de posición las flores que se encontraban al lado de la puerta, al ser éstas artificiales. La música que reproducen suele depender de los gustos de la vendedora que está de turno en ese horario, pero siempre, los martes a la mañana, en el casi imperturbable barrio, se escucha una melodía orquestal que inundaba la vereda de manera celestial. 

Los años pasaban y nosotros íbamos creciendo, al mismo tiempo que la florería iba envejeciendo, y no puedo decir que envejeció como el vino. Al principio mi mamá no compraba flores allí, pero cuando vio que los clientes del local se iban reduciendo, por pena y por empatía empezó a comprar muy cada tanto algunas flores artificiales que terminaron en la entrada de nuestra casa, como modo de recibimiento a los invitados. 

Una mañana, cuando yo estaba en 7mo grado y mi hermano en el último año del secundario, vimos como el carrito rosa que siempre estaba en la entrada de la florería colapsó. Sus rueditas salieron disparadas hacia la calle, y corrimos a agarrarlas antes de que un auto las pisara, como cuando la pelota de fútbol se iba de plaza y quedaba estancada debajo de un auto estacionado, haciendo que todos vayan a buscarla antes de que se pinche. La dueña nos agradeció, y nos fuimos al colegio. Nunca formamos ningún tipo de vínculo con ella, aunque sabíamos que cada mañana y cada tarde nos veía pasar por esa esquina a la misma hora de siempre.

Cuando mi hermano Francisco terminó el secundario, yo empecé a ir solo al colegio. Era un poco aburrido pero me fui acostumbrando. La dueña de la florería me vio empezar a caminar solo por esas cuadras, pero nunca me preguntó nada así que supongo que asumió que Francisco ya había arrancado la facultad. Una tarde, cuando yo estaba en 3er año del secundario, vi como una parte de la pared de la florería se derrumbó. No sabía qué hacer para ayudar, por lo que me acerqué a la vendedora, quien, un poco triste, me dijo que era algo que sabía que en cierto momento iba a pasar. Con la falta de clientes no se generaban ganancias, lo que no permitía arreglar todo lo que se estaba rompiendo; con suerte alcanzaba para pagar los sueldos de las empleadas, los cuales ya de por sí eran bastante bajos. No supe qué hacer para ayudarla, así que mi único aporte fue desearle suerte. 

Llegó el día en el que yo también terminé el secundario, por lo que me alejé de las calles que solía caminar todos los días de mi vida. Siguiendo los pasos de mi hermano, me mudé y, con el paso del tiempo, formé mi propia familia. Visitaba a mis papas todas las semanas, pero nunca volví a pasar por esa esquina en la que habitaba la florería. Eventualmente, me olvidé de su existencia, hasta que, en un asado familiar, mi hermano me recordó del recorrido que hacíamos juntos durante toda nuestra etapa escolar. Fue entonces cuando decidimos salir de casa e ir a aquella florería, con el fin de saludar a la dueña que veíamos todas las mañanas y todas las tardes cuando éramos mas jóvenes, y de ver como le estaba yendo en su negocio. Pero cuando llegamos, la dueña no estaba allí, como tampoco estaba su carrito rosa, sus flores ni se estaba reproduciendo su particular melodía orquestal. La florería había desaparecido. En su lugar, en su esquina, en esa intersección, había un café. Nos miramos sorprendidos y decidimos entrar a preguntar. Una mesera nos contó que hace mínimo siete años esa esquina se había transformado en un café, luego de que la florería haya cerrado por motivos económicos. Cuando preguntamos por la dueña, nadie sabía nada. Me hubiera gustado saber qué es de su vida. Estoy seguro de que no la voy a ver nunca más en mi vida. Me gusta pensar que logró mudar el negocio a un espacio más accesible y con más clientes interesados para seguir vendiendo flores, cosa que, creo yo, le encantaba. A pesar de que no sabía su nombre ni ella sabía el mío, me hubiera gustado contarle que me recibí y que ya tengo dos hijos. Me gusta pensar que se pondría contenta por mi, ya que, de cierta forma, me vio crecer.


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