cuento policial
Cuento policial
Pilar nunca llegaba tarde. Todas las mañanas a las seis en punto, la guardabosque del pequeño pueblo llegaba a su puesto laboral, saludaba a su compañero que cubría el turno de noche y daba inicio a su jornada laboral. Cuando no se presentó esa lluviosa mañana de julio, siendo que era una persona formidablemente responsable, su jefe se preocupó y no tardó ni media hora en levantar el teléfono para llamar a la comisaría.
La policía Sofia Cruz se encontraba organizando unos papeles cuando escuchó al agente Diaz anunciar la denuncia por la desaparición de una joven que trabajaba en el bosque. Tras la orden de que cada uno se reúna con su guía canino, Cruz fue a buscar a aquel que la venía acompañando hace años en cada uno de los operativos. Se trataba de un gran perro negro que, a pesar de ya estar un poco viejo, seguia siendo tan inteligente y agil como la vez que lo conoció. El primer caso que resolvieron juntos fue el de un hombre que descuidó a su hijo en el parque, perdiéndolo de vista. En cuestión de minutos, el guía canino de Cruz fue localizando pistas imperceptibles por el ojo humano y lograron encontrar al niño y llevarlo de vuelta con su padre. Desde ese día, Cruz juró lealtad con aquel, en su momento, pequeño y enano perro negro.
Si alguien desaparecía en el pueblo, la primera hipótesis era que simplemente se había perdido o que había escapado de su familia, como aquella vez que un adolescente se enojó con su madre y decidió irse de casa por unas horas. Por lo que, cuando se recibió la denuncia de la guardabosque, ningún policía se preocupó demasiado, y no le dieron tanta importancia a la búsqueda de la misma. Desplegaron el rastreo por la joven alrededor del bosque, pero, al llegar la noche, no habían encontrado ninguna pista, por lo que decidieron abandonar la búsqueda, afirmando que seguramente se peleó con el novio y regresaría en unos días. Pero Sofía Cruz sabía que, en la desaparición de una persona, las primeras horas eran cruciales: su vida o muerte pendía de un hilo. Por eso se arriesgó a tomar la investigación en sus propias manos. Junto con su gran perro negro se adentró en el oscuro y sombrio bosque. Pasaron horas recorriendo los húmedos senderos y divisando los altos árboles cuyas ramas y hojas no permitían el paso de la luz de la luna. Cruz, sintiendo vergüenza por haber pensado que ella sola iba a poder resolver el caso, ya había decidido rendirse. Fue en ese momento cuando su amigo canino se encaminó rápidamente hacia el corazón del bosque, siguiendo una especie de pista, que por supuesto Cruz había pasado por alto.
El perro se detiene frente a una casa pequeña, pero un poco tenebrosa, con las ventanas siempre cerradas y la pintura azul agrietada. Cruz nunca la había visto en persona, pero todos los habitantes del pueblo sabían que allí vivía una anciana, quien nunca salía y, si lo hacía, era durante la noche, por menos de una hora y regresaba rápidamente de manera inquietante. No hay que negar que Cruz sentía miedo en ese momento, pero de igual forma, al ver una luz del piso de arriba encendida y escuchar algún que otro ruido, se dirigió a la entrada de la casa y tocó la puerta. No hubo respuesta. Intentó forzar la cerradura, pero había algo en el interior que estaba bloqueando la entrada. Las ventanas parecían selladas y cubiertas con papel de diario. La casa estaba impenetrable. Sin éxito, Cruz tomó la decisión de volver al pueblo y regresar a la casa de la anciana en otro momento.
Al día siguiente, se presenta en dicha vivienda, pero la anciana le grita que se vaya de su casa, ya que no le iba a abrir la puerta. Sin rendirse, Cruz la amenaza diciéndole que si no colabora con una investigación policial podría ir presa, logrando que la anciana la deje pasar, refunfuñando. No se sorprendió cuando vio que el interior de la casa era un desastre. Alrededor del living había vidrios desparramados, provenientes de un espejo roto. Un gran reloj de pie permanecía tumbado en el suelo, pero seguía funcionando: las manecillas no paraban de moverse, indicando que eran las siete de la tarde. La heladera de la cocina se encontraba abierta, pero no era útil ya que se encontraba desenchufada y albergaba alimentos vencidos cuyos asquerosos olores invadian la vivienda. A la izquierda del living había un gran arco decorativo acompañado por tres simples escalones que llevaban a un espacio amplio con inquietables paredes pintadas de amarillo, decoradas con cuadros de pintores reconocidos que parecían intentar iluminar el espacio, pero por supuesto no tenían éxito. Una larga mesa estaba ubicada en el centro de esta habitación amarilla, complementada por dos sillas se situaban en cada una de sus esquina. Pero hubo un elemento en una de las esquinas de la habitación que le llamó la atención a Cruz: una pequeña alfombra que escondía, no muy bien, una trampilla. Instantáneamente solicitó abrir dicha puerta misteriosa, a lo que la anciana se negó rotundamente, pero accedió a contarle una historia familiar, ya que veía que la policía estaba firme con el objetivo de resolver el caso.
La anciana le contó a Cruz que ser parte de su linaje conlleva un aterrador destino. No hay explicación científica alguna, pero siempre se repite exactamente lo mismo: una enfermedad mental peligrosa, que no afecta a todas las generaciones, sino que se salteaba a una cada dos. Es decir, la anciana no la tiene, pero su hijo, quien se encontraba bajo la trampilla, si. La anciana le permitía salir de su escondite todas las noches para cenar, apenas suene la campanada del reloj de pie marcando las 8 pm. Habían mantenido esa rutina por años, siendo que era la única que servía para controlar los brotes psiquiátricos del hombre.
Al borde de las lágrimas, confesó lo que quería ocultar: dos noches atrás, había salido a comprar la cena como habitualmente hace, pero se demoró más de lo normal por la fuerte lluvia que se desató sobre el pueblo. Cuando llegó a su casa, se encontró con la espeluznante escena. Como de costumbre, su hijo había salido del refugio para cenar, pero se encontró con la joven guardabosques, quien había llegado a la casa para pedir ayuda médica tras doblarse el tobillo. En un violento ataque, la mató.
Se escuchó una fuerte campanada proveniente del reloj de pie que continuaba acostado en el suelo. La policía y la anciana se sobresaltaron: habían perdido la noción del tiempo. Cruzando el gran arco decorativo que separaba el living de la habitación amarilla, apareció. Era un hombre monstruosamente grande. Su cuerpo parecía húmedo y grasiento, producto de la falta de limpieza. Tenía que agacharse para atravesar el arco, lo que a través de los años, le generó una inmensa joroba en su amplia y asquerosa espalda. Vestía una vieja remera manchada de una babosa sustancia que descendía en finos hilos pegajosos de su propia boca, siempre entreabierta. Sus ojos, en cambio, estaban completamente vacíos. No se veía rastro de que alguna vez un alma hubiese habitado ese cuerpo. Como si estuviera completamente desconectado del mundo. Poco a poco fue avanzando hacia las dos mujeres, que, por alterar su rutina, en ese mismo momento se habían vuelto sus próximas víctimas. Cruz corrió en busca de un cuchillo herrumbrado que se encontraba en el suelo de la cocina, junto a la heladera. La anciana intentó contener a su hijo, pero no lo logró al ser considerablemente más pequeña que él, y, a pesar del inutil grito de “cuidado!” de la policía, terminó recibiendo un fuerte golpe en la cabeza, provocando su instantánea muerte. A pesar de los intentos de Cruz de apuñalar al desagradable hombre, todo fue en vano.
Al fin y al cabo, pudo resolver el caso de la guardabosque; lo que no sabía es que su perseverancia le iba a costar la vida.
Comentarios
Publicar un comentario